AGUILAS MENDOZA

El águila es un ave de gran longevidad. Llega a vivir setenta años. Pero para lograrlo, a los cuarenta debe tomar una seria y difícil decisión. A esa edad, sus uñas están apretadas y flexibles y no consiguen tomar a sus presas de las cuales se alimenta. Su pico largo y puntiagudo se curva, apuntando contra el pecho. Sus alas están envejecidas, pesadas y sus plumas gruesas. Volar se le hace ya muy difícil.

Entonces, el águila tiene solamente dos alternativas: morir o enfrentar un doloroso proceso de renovación que durará ciento cincuenta días.

Ese proceso consiste en volar hacia lo más alto de una montaña y quedarse ahí, en un nido cercano a un paredón, en donde tenga la necesidad de volar.

Después de encontrar ese lugar, el Águila comienza a golpear su pico en la pared hasta conseguir arrancarlo. Luego debe esperar el crecimiento de uno nuevo con el que desprenderá una a una sus uñas. Cuando éstas comienzan a nacer, también renovará sus plumas viejas.

Después de cinco meses, sale para su vuelo de renovación y vivir treinta años más.

Situaciones parecidas nos suceden a lo largo de la vida, Hay momentos en que parece que hemos dado en nuestro trabajo, familia, comunidad, todo lo que teníamos. Nuestra vida suele verse gris y envejecida.

¡Estamos en un momento de quiebre!

O nos transformamos como las águilas o estaremos condenados a morir. La transformación exige, primero hacer un alto en el camino. Tenemos que resguardarnos por algún tiempo, volar hacia lo alto y comenzar un proceso de renovación. Sólo así podremos desprendernos de esas viejas uñas y plumas para continuar un vuelo de renacimiento y de victoria.

¿Y cuáles so esos picos, plumas y uñas de los que tenemos que desprendernos?

Es importante para cada uno hacer un autoanálisis, una introspección y descubrir qué es de lo que uno debe deshacerse.

Los budistas dicen: “despréndete de tus máscaras”, de todo lo que te impida ver tu verdadero rostro en el espejo. Aquello que te separe de lo que realmente eres.

Osho lo llama las máculas, las manchas que impiden que el brillo que somos se proyecte desde nosotros, embelleciendo literalmente nuestra vida, dándole un resplandor sublime y mayor a cada paso. Cada uno sabe cuáles son esas máculas, esos impedimentos mentales alimentados por el ego y el deseo y mantenido en actividad por la amnesia que estamos padeciendo quizá desde varias vidas.

Es hora de despertar. De vivir. De dejar de sobrevivir. De vivir en plenitud y gozo.

jueves, 23 de junio de 2011

La enfermedad como camino-El SIDA

Los síntomas del SIDA llaman la atención cuatro puntos:

1. El SIDA provoca la destrucción de las defensas del cuerpo, es decir, que ataca la capacidad del cuerpo a aislarse y defenderse de los agentes del exterior. Este daño irreparable causado a las defensas inmunológicas expone a los enfermos del SIDA a las infecciones (y a ciertos tipos de SIDA) que no son una amenaza para las personas con las defensas intactas.

2. Dado que el virus HTLV-III/LAV tiene un período de incubación larguísimo (entre el momento de la infección y el de la manifestación de los síntomas pueden transcurrir varios años), el SIDA tiene un carácter inquietante. Si descontamos la posibilidad del test (el test Elisa) uno no puede saber cuántas personas puede haber infectadas por el SIDA, ni si lo está uno. Por lo tanto el SIDA es un adversario invisible, muy difícil de combatir.

3. Puesto que el SIDA sólo puede contraerse por contagio a través de la sangre y el semen, no se trata de un problema personal y particular, sino que revela con elocuencia nuestra dependencia de los demás.

4. Finalmente, en el SIDA la sexualidad es factor primordial ya que es prácticamente la única vía de contagio, aparte de las otras dos posibilidades —utilización de agujas de inyección usadas y transfusión de sangre afectada— relativamente fáciles de eliminar. Con ello, el SIDA ha alcanzado categoría de enfermedad de transmisión sexual» y la sexualidad tiene connotaciones angustiosas. Hemos llegado al convencimiento de que el SIDA como peligro colectivo es la continuación lógica del problema que se manifiesta en el cáncer. El cáncer y el SIDA tienen mucho en común, por lo que cabe reunirlos bajo el epígrafe común de «El amor enfermo».Vemos que el amor es la única instancia que está en condiciones de superar la polaridad y unir los contrarios. Pero, como sea que los contrarios siempre están definidos por fronteras —Bueno/Malo, Dentro/Fuera, Yo/Tú—, la función del amor consiste en superar —o, mejor dicho,De derribar— fronteras. Por lo tanto, nosotros definimos el amor, entre otras cosas, como capacidad de apertura, de «aceptar» al otro de sacrificar la frontera del Yo. En nuestro tiempo y en nuestra cultura tenemos un gran problema con el «amor». El amor apunta, en primer lugar, al alma del otro, no a su cuerpo; la sexualidad desea el cuerpo del otro. esto significa que la sexualidad tiene que equilibrarse con el amor ya que, de lo contrario, nos quedamos en la unilateralidad, y toda unilateralidad es «mala», es decir, insana, enfermiza. Ya casi no nos damos cuenta de la fuerza con la que en nuestro tiempo se subraya el Ego y se marcan los límites de la personalidad, ya que este tipo de individualización ha llegado a hacerse perfectamente natural. Si nos paramos a pensar en el valor que hoy en día tiene el nombre en la industria, la publicidad y el arte y lo comparamos tiempos pasados en los que la mayoría de los artistas quedaron en el anonimato, comprenderemos con claridad lo que queremos decir con la acentuación del Ego. Esta evolución se muestra también en otros campos de la vida, por ejemplo en la transformación de la gran familia en pequeña familia y en la más moderna forma de vida, la del «soltero». Hoy día, el apartamento de una habitación es expresión de nuestro creciente aislamiento y soledad. El individuo moderno trata de contrarrestar esta tendencia por dos medios: la comunicación y la sexualidad.

El desarrollo de los medios de comunicación se ha disparado: Prensa, radio, TV, teléfono, ordenador, télex, etc.,

todos estamos conectados electrónicamente. Primeramente, la comunicación electrónica no resuelve el problema de la soledad y el aislamiento; en segundo lugar, el desarrollo de los modernos sistemas electrónicos muestra claramente a los seres humanos la futilidad y la imposibilidad de aislarse realmente, de guardar algo en secreto para sí o reivindicar un ego. (¡Cuanto más avanza la electrónica, más difíciles e inútiles se hacen el secreto, la protección de datos y los copyrights!)

La otra fórmula mágica es libertad sexual: cualquiera puede «establecer contacto» con quien le apetezca y, no obstante, permanecer espiritualmente intacto. No es, pues, de extrañar que se pongan los nuevos medios de comunicación al servicio de la sexualidad: desde los anuncios en la Prensa hasta el «telefonsex» y el «computersex», el último juego USA. La sexualidad sirve, pues, para el placer, concretamente, en primer lugar, el propio —la «pareja» suele ser un simple accesorio—. Pero, a fin de cuentas tampoco se necesita al otro, ya que el placer se experimenta también por teléfono o a solas (masturbación).

El amor, por el contrario, significa el verdadero encuentro con otra persona; pero el encuentro «con el otro» es siempre un proceso que genera ansiedad, porque exige que uno se cuestione la propia manera de ser. El encuentro con otra persona es siempre encuentro con la propia sombra. Por esto es tan difícil la convivencia. El amor tiene más de trabajo que de placer. El amor pone en peligro la frontera del ego y exige apertura. La sexualidad es un estupendo complemento del amor, para abrir fronteras y experimentar la unión en lo corporal.

Pero, si se excluye el amor, la sexualidad por sí sola no puede cumplir esta función.

Nuestra época, ya lo hemos dicho, es egocéntrica en grado superlativo y tiene aversión a todo lo que apunta a la superación de la polaridad. Y nosotros, forzando el énfasis en la sexualidad, tratamos de ocultar y compensar la incapacidad para el amor: nuestro tiempo está sexualizado pero falto de amor. El amor pasa a la sombra. Es un problema de nuestro tiempo y de toda nuestra cultura occidental, un problema colectivo. Desde luego, el problema incide especialmente en los homosexuales. Aquí no se trata de discutir las diferencias que existen entre homosexualidad y heterosexualidad sino de resaltar la clara tendencia observada entre los homosexuales hacia una disminución de las relaciones estables con una pareja única, y un aumento de la promiscuidad: Cuanto más se disocia el amor de la sexualidad y se busca sólo el placer propio, más se disipan los estímulos sexuales. Ello exige una escalada del estímulo que tiene que ser cada vez más original y refinado, y el recurso a prácticas sexuales extremas que denotan clara mente lo poco que cuenta la pareja, que es degradada a la condición de simple estímulo.

Suponemos que estas esquemáticas observaciones pueden servir de punto de partida para comprender el cuadro del SIDA.

Si el amor ya no es vivido interiormente como encuentro e intercambio espiritual entre dos personas, pasa a la sombra y, en última instancia, al cuerpo. El amor es enemigo de fronteras e insta a la apertura y la unión con lo que viene de fuera. La destrucción de las defensas que provoca el SIDA refleja claramente este principio. Las defensas del organismo protegen la necesaria frontera corporal, pues toda forma exige un límite y, por consiguiente, un ego. El enfermo de SIDA vive en el plano corporal el amor, la apertura, la accesibilidad y la vulnerabilidad que rehuyó por miedo en el plano espiritual.

La temática del SIDA es muy parecida a la del cáncer, por lo que catalogamos ambos síntomas con el mismo epígrafe de «amor enfermo». Pero existe una diferencia: el cáncer es más «personal» que el SIDA, es decir, que el cáncer afecta al paciente individualmente, no se contagia. El SIDA, por el contrario, nos hace comprender que no estamos solos en el mundo, que cada individualización es una ilusión y que el ego es, a fin de cuentas, una aberración. El SIDA nos hace sentir que somos parte de una comunidad, parte de un gran todo y que, corno parte, somos responsables del todo. El paciente del SIDA siente de modo fulminante el peso de esta responsabilidad y debe decidir lo que va a hacer en adelante. El SIDA impone responsabilidad, precaución y consideración hacia los demás, cualidades de las que hasta el momento anduvo escaso el paciente del SIDA.

Por otra parte, el SIDA exige la total renuncia a la agresividad en la sexualidad, ya que, si hay sangre, la pareja se contagia. El uso del condón (y guantes de goma) reconstruye artificialmente la «frontera» que el SIDA había derribado en el plano corporal. Con el abandono de la sexualidad agresiva, el paciente tiene la posibilidad de adquirir ternura y delicadeza como forma de relación y, además, el SIDA lo pone en contacto con los temas soslayados de debilidad, indefensión, pasividad, en suma, con el mundo del sentimiento. Es evidente que los aspectos que el SIDA obliga a replegar (agresividad, sangre, desconsideración...) se hallan situados en la polaridad masculina (Yang) mientras que los que obliga a cultivar corresponden a la polaridad femenina (Yin) (debilidad, indefensión, delicadeza, ternura, consideración). No es de extrañar, pues, que el SIDA tenga tanta incidencia entre los homosexuales, puesto que el homosexual rehuye el debate con lo femenino (¡por más que el homosexual asuma tan ostensiblemente la feminidad en su manera de actuar, ya que este comportamiento en sí es síntoma!).

Los mayores grupos de riesgo del SIDA son los formados por drogadictos y homosexuales. Son, en general, grupos automarginados que suelen rechazar e, incluso, odiar al resto de la sociedad y que, a su vez, suscitan repulsa y aversión. El SIDA enseña al cuerpo a renunciar al odio: al destruir las defensas, implanta el amor indiscriminado.

El SIDA enfrenta a la Humanidad con una zona de la sombra muy profunda. El SIDA es un emisario del «submundo», y en más de un sentido, ya que la puerta de entrada del agente se encuentra en el «submundo» del ser humano. El agente propiamente dicho permanece mucho tiempo en «la oscuridad», ignorado, hasta que, poco a poco, se manifiesta a través de la vulnerabilidad y el debilitamiento del paciente. Entonces el SIDA conmina a la conversión, a la metamorfosis. El SIDA nos resulta inquietante porque actúa desde lo oculto, lo invisible, lo inconsciente: el SIDA es el «enemigo invisible» que hirió de muerte a «Anfortas», el rey del Grial.

El SIDA tiene una relación simbólica (y, por consiguiente, temporal) con el peligro de la radiactividad.

Después de que «el hombre moderno», a costa de tantos esfuerzos, se liberara de todos «los mundos invisibles, intangibles, de números y desconocidos», ahora los mundos declarados «inexistentes» contraatacan; devuelven al hombre al miedo primitivo, tarea que en los viejos tiempos incumbía a demonios, espíritus, dioses coléricos y monstruos del reino de lo invisible.

Es sabido que la fuerza sexual es una fuerza misteriosa e inquietante que tiene la facultad de separar y de unir, según el plano en el que actúe. Desde luego, no se trata de condenar y reprimir nuevamente la sexualidad, pero sí de dotar a una sexualidad entendida de forma puramente física de una «apertura espiritual» llamada, sencillamente, «amor».

En resumen:

Sexualidad y amor son los dos polos de un tema llamado «unión de contrarios».

La sexualidad se refiere al cuerpo y el amor al alma del otro.

La sexualidad y el amor deben estar en equilibrio.

El encuentro psíquico (amor) se considera peligroso y angustioso, ya que atenta contra las fronteras del Yo.

El énfasis en la sexualidad corporal hace que el amor pase a la sombra. En estos casos, la sexualidad tiende a hacerse agresiva e hiriente (en lugar de atacar la frontera psíquica del Yo se atacan las fronteras corporales y corre la sangre).

El SIDA es la fase terminal de un amor que ha descendido a la sombra. El SIDA derriba en el cuerpo las fronteras del Yo y hace experimentar al cuerpo el miedo al amor que fuera rehuido en el plano psíquico.

Por lo tanto, en definitiva, también la muerte no es sino la forma de expresión corporal del amor, ya que realiza la entrega total y la renuncia al aislamiento del Yo (véase el cristianismo). Ahora bien, la muerte no es más que el principio de una transformación, el comienzo de una metamorfosis.

¿QUÉ SE PUEDE HACER?

Después de tantas reflexiones y consideraciones dirigidas a comprender el mensaje de los síntomas, el enfermo se pregunta: «Y ahora que ya sé todas estas cosas, ¿qué tengo que hacer para curarme?» Nuestra respuesta es siempre la misma: «¡Abrir los ojos!»

Pero mejorarse a sí mismo no es sino aprender a verse tal como uno es. Reconocerse a sí mismo no significa conocer su Yo. El Yo es al Ser lo que un vaso de agua es al océano. Nuestro Yo nos enferma, el Ser está sano. El camino de la salud es el camino que va del Yo al Ser, de la cárcel a la libertad, de la polaridad a la unidad. Cuando un síntoma determinado me indica lo que (entre otras cosas) me falta para alcanzar la unidad, tengo que aprender a ver esta carencia y asumirla conscientemente. Con nuestras interpretaciones pretendemos conducir la mirada hacia aquello que siempre pasamos por alto. Cada uno lo ve, bastará con que no lo pierda de vista y lo mire con más y más atención. Sólo una observación constante y atenta vence las resistencias y hace crecer ese amor que es necesario para asumir lo observado. Para ver la sombra hay que iluminarla.

Errónea —pero frecuente— es la reacción de querer librarse lo antes posible del principio que el síntoma revela. Así el que al fin descubre su agresividad subconsciente se pregunta con horror: «¿Y qué hago yo ahora para librarme de esta terrible agresividad?» La respuesta es: «Nada. ¡Disfrútala!» Es precisamente este «no querer tener» lo que provoca la formación de la sombra y nos pone enfermos: ver la agresividad nos sana.

Si en un síntoma descubrimos un principio que nos falta, basta con aprender a querer el síntoma ya que él hace realidad lo que nos falta. El que espera con impaciencia la desaparición del síntoma no ha comprendido el concepto. El síntoma expresa el principio que está en la sombra: si nosotros aceptamos el principio, mal podemos rechazar el síntoma. Aquí está la clave. La aceptación del síntoma lo hace superfluo. La resistencia provoca mayor presión. El síntoma desaparece rápidamente cuando al paciente se le ha hecho indiferente. La indiferencia indica que el paciente acepta la validez del principio manifestado en el síntoma. Y esto se consigue sólo con «abrir los ojos».

El único sentido comprensible de nuestra encarnación es la toma de conciencia. Asombra lo poco que la gente se preocupa del único tema importante de su vida. No carece de ironía que se derrochen tantos cuidados y atenciones en el cuerpo, a pesar de que es sabido que un día ha de ser pasto de los gusanos. Y también está bastante claro que un día uno tiene que dejarlo todo (familia, dinero, casa, nombre). Lo único que perdura más allá de la tumba es la conciencia y es lo que menos preocupa. Tomar conciencia es el objetivo de nuestra existencia y sólo a este objetivo sirve todo el universo.

En todas las épocas, los seres humanos han tratado de desarrollar los medios para recorrer el arduo camino de tomar conciencia y encontrarse a sí mismos. Llámese yoga, zen, sufismo, cábala, magia o como quiera, el método y las prácticas son diferentes, pero el objetivo es el mismo: el perfeccionamiento y liberación del ser humano. Los últimos de la serie, la psicología y la psicoterapia, han nacido de la filosofía occidental y cientifista.

Pero al que entienda la enfermedad como un camino se le abrirá un mundo de perspectivas nuevas. Nuestra manera de tratar la enfermedad no hace la vida ni más fácil ni más sana; lo que nosotros pretendemos es dar al ser humano el valor que necesita para mirar cara a cara los conflictos y problemas de este mundo polar. Nosotros queremos disipar las ilusiones de este mundo enemigo de conflictos, que piensa que sobre la falta de sinceridad puede levantarse un paraíso terrenal.

Hermann Hesse dijo: «Los problemas no existen para ser resueltos, son únicamente los polos entre los que se genera la tensión necesaria para la vida.» La solución está más allá de la polaridad; pero para llegar a ella hay que unificar los polos, reconciliar los contrarios. Este difícil arte de la unión de los contrarios sólo lo domina el que ha conocido los dos polos. Para ello hay que estar dispuesto a encarar e integrar con valentía todos los polos. «Solve et coagola», dicen los viejos textos: disuelve y coagula. Primeramente tenemos que ver las diferencias y sentir la separación y la división antes de poder aventurarnos a la gran obra de las bodas químicas, la unión de los contrarios. Por ello primeramente el hombre tiene que descender a la polaridad del mundo material, en materia, enfermedad, pecado y culpa, para encontrar, en la noche más negra del alma y en la más profunda zozobra, la luz del conocimiento que le permita ver su camino a través del sufrimiento y el dolor como un acto significativo que le ayudará a encontrarse allá donde siempre estuvo: en la unidad.

Conocí el bien y el mal

pecado y virtud, justicia e infamia;

juzgué y fui juzgado

pasé por el nacimiento y por la muerte,

por la alegría y el dolor, el cielo y el infierno;

y al fin reconocí

que yo estoy en todo

y todo está en mi.

HAZRAT INAYAT KHAN

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